sábado, 3 de febrero de 2018

Jugando a las casitas


Los rincones vacíos de la casa ya desmantelada guardaban olores que hacía tiempo había olvidado.  La cocina olía a las lentejas que habían comido religiosamente todos los lunes durante años; aquel dormitorio sombrío guardaba el olor a sexo de algunas mañanas de domingo y al abrir la puerta del cuarto del fondo le pareció sentir el aroma agridulce del bebé después de una calurosa noche de verano. La chica de la inmobiliaria sin preguntar nada la miró con aquel gesto de cansancio que ya era habitual y  al cerrar la puerta le tendió un papel con la nueva dirección y solo dijo: Hasta mañana.

domingo, 20 de febrero de 2011

La última prueba

No sé como tuve fuerzas para arrastrar el cuerpo y cubrir el agujero, Nadia pesaba más de lo que su poca estatura y su delgadez hacían pensar, o quizás era yo, que a estas alturas estaba al borde del agotamiento. Aun así pude hacer el trabajo medianamente bien y hasta pensé clavar una cruz con su nombre sobre el montón de tierra que ahora era su tumba, al fin y al cabo ella se había portado muy bien conmigo y hasta se puede decir que en algún momento habíamos sido casi amigas.
 No sentí remordimientos, ella habría hecho lo mismo, eran las reglas.
 Me esperaba la fama y un millón de euros.

viernes, 21 de enero de 2011

El prisionero. (Cuento medieval)

Cada tarde subo a la torre más alta del castillo donde él está encerrado desde hace ya cinco años. La escalera es empinada y parece que está tapizada de recuerdos de aquel tiempo cada vez más lejano. Cuando llego a la sala redonda donde él me espera mi respiración es fatigosa; aquella juventud que parecía eterna empieza a abandonarme,  él, sin embargo, sigue igual que aquel día en que nos separamos, solo en sus ojos se adivina el paso del tiempo, la soledad, la esperanza vencida.

Siempre fuimos buenos compañeros, el mundo parecía creado para nosotros, nuestro pequeño reino era fértil, frondoso; los frutos y los animales estaban al alcance de la mano, y nosotros no dudábamos en cogerlos. Él me acompañaba en mis partidas de caza aunque no disfrutaba como yo la emoción de cabalgar tras la presa, la excitante proximidad del peligro al enfrentarme cara a cara a una fiera. Mientras yo me entregaba a aquellas fiestas de sangre y carne palpitante él se recreaba en la belleza que nos rodeaba, en el agua que corría por todas partes, en los prados cubiertos de hierba fresca. Y los dos reíamos sabiéndonos dueños de todo aquello.

Él prefería la poesía, los libros; en nuestro castillo encontraban abrigo todos los poetas, todos los juglares que cantaban a mujeres imposibles, reinas crueles y distantes que se apoderaban del alma de los hombres. Yo sabía que él esperaba a una mujer así, soñadora y altiva, el ser más bello sobre la tierra. Yo me conformaba con el amor efímero de las muchachas hermosas que poblaban nuestro reino.

Tuvimos algunas aventuras compartidas, fueron las más dulces, las más apasionadas, amar a la misma mujer nos unía más, nos hacía más fuertes aún. Pero pronto uno de los dos se cansaba y el otro no tardaba en seguirlo, había tantas cosas fuera, tantas promesas, tanta vida por delante.

Pero un día llegó ella. Fue una mañana de invierno, fría como un cuchillo pero luminosa y alegre como aquella mujer que nos llegaba como un regalo. Era alta, el pelo oscuro y abundante le cubría la espalda, su piel era clara pero se notaba acostumbrada al aire libre, la boca roja, amplia, reidora, las manos fuertes, los ojos del color de la miel eran dulces y acariciantes, pero a veces se asomaba a ellos un fuego que calcinaba todo lo que se ponía a su alcance.

Y nosotros estábamos allí, frente a ella, jóvenes, alegres, soñadores, creyéndonos los amos del mundo. Pero inermes ante aquel fuego, ante aquel huracán de belleza, ante aquella mujer que nos miraba sonriendo desde la altura de su caballo de azabache.

Iba de paso, había un rey que la haría reina de un país grande y lejano, le esperaba la riqueza y el poder, alguien le iba a entregar el mundo encerrado en un anillo de oro. Pero no tenía prisa y, como una niña que encuentra un juguete inesperado, se adueñó de nuestro pequeño reino, y de nosotros.
Nos rendimos sin luchar, la reconocimos como dueño y señor de nuestras vidas.

Él le escribía poesías en las que ella era el sol, el agua, un ángel o una rosa. Ella las escuchaba sonriendo, ensayando su papel de reina distante aunque a veces el fuego de sus ojos se velaba tras una humedad cálida y llena de ternura. Leían juntos aquellos libros donde se contaban aventuras de caballeros y princesas imposibles. Ellos soñaban y reían juntos, eran cómplices y compañeros de juegos, se emocionaban mirando a las estrellas o jugaban al escondite en aquel castillo donde nunca se oyeron tantas risas.

Yo la llevaba de caza o a cabalgar a través de aquellas tierras heladas, nunca más acogedoras que entonces. Ella galopaba junto a mi, su orgullo y su fuerza no le permitían quedarse atrás, su cuerpo tan bello, tan apetecible, escondía una fuerza que ninguna mujer tuvo jamás. Cuando después de una carrera a través de los bosques yo me tendía exhausto a la orilla de un río, ella se acostaba junto a mi, tranquila y satisfecha, me miraba con sus ojos burlones y me ofrecía esa boca jugosa por la que yo habría sido capaz de matar.

Creo que los tres fuimos felices durante aquel invierno, al menos nosotros dos lo éramos. Por la noche, cuando ella se quedaba dormida en el enorme lecho que compartíamos, él y yo nos mirábamos y, sin palabras, sabíamos que estábamos de acuerdo, que era ella la mujer que siempre habíamos deseado, la que nos mantendría siempre unidos. Velábamos juntos su sueño mirando incrédulos aquella carne blanca y acogedora, aquella boca entreabierta, aquel milagro hecho mujer para nosotros. Si, él y yo fuimos felices aquel invierno frío, y en algún momento llegamos a pensar que ella también lo era, que le bastaba ser nuestra reina, la soberana de aquel pequeño mundo.

Pero la primavera le recordó todo lo que esperaba al final del camino, ella no había nacido para vivir en castillos de juguete, por grandes que fuesen, y nuestro amor pesaba tan poco en la balanza frente al poder y la riqueza que una mañana retomó el camino como si solo hubiera pasado una noche con nosotros.

El último beso, ya con el horizonte en la mirada, puso entre ella y nosotros toda la distancia en un instante. Se marchó como había llegado, alta, fuerte, sonriente, blanca y morena en su caballo de azabache.

Y nosotros allí, en medio del camino, viendo alejarse a aquella mujer que ni una sola vez volvió la cabeza.

Ya nada fue igual, él no volvió a salir de caza conmigo, ni entendía que yo lo hiciera, para mi también era doloroso, pero aún me sentía joven y vigoroso, no podía dejar que ella se llevase mi vida, el mundo estaba lleno de muchachas hermosas, el bosque lleno de ciervos y jabalíes.

Él me miraba con desprecio, recorría una y otra vez el castillo como buscando el rastro de su olor, el sonido de sus pasos, prohibió la entrada a sus amigos poetas, apenas comía ni dormía.

Una noche apiló en el patio todos los libros que había leído con ella, todas las poesías que le había escrito, todos los sueños que había concebido en sus brazos y encendió una hoguera inmensa. La noche se volvió blanca y ardiente, como ella. Creo que él pensó que aquella luz llegaría a esos ojos de miel y fuego. Nunca supimos si ella volvió a pensar en nosotros.

Al día siguiente me dijo que se iba a encerrar en la torre más alta del castillo, que solo volvería a la vida cuando la viese llegar en aquel caballo negro. Me pidió que cerrase la puerta desde fuera y que solo yo fuera su guardián. Su abandono me dolió más que el de ella, él era mi amigo, mi compañero desde que nací, el sirviente más fiel y el amo más dulce.

Durante cinco años he subido cada tarde a llevarle alimento y a intentar hacerle sonreír con mis historias. Aún no sé cómo pasa los días en aquella habitación casi vacía, cada vez que abro la puerta lo encuentro en el banco de piedra junto a la ventana, mirando al horizonte y sonriendo.

En este tiempo ha habido algunas mujeres en mi vida, dos veces subí entusiasmado a pedirle que abandonase su encierro para compartir conmigo el amor que creía haber encontrado de nuevo. Él siempre se negó a seguirme, sin conocerlas sabía que esas mujeres no podían ser como ella.

Ahora subo a decirle que mañana me caso con alguien a quien ni siquiera conozco, los años pasan y nuestro pequeño reino necesita un heredero.

Ya imagino su cara de victoria, su sonrisa burlona cuando yo también me declare vencido. Yo bajaré a seguir llevando el peso de mi vida. Sin sueños, sin alegría, sin canciones, sin aquellos ojos de fuego y miel, sin aquella boca que encendía mi sed...y sin mi corazón que seguirá para siempre encerrado en la torre más alta del castillo.

Esperándola, siempre esperándola.

martes, 11 de enero de 2011

Todo sigue igual

Lo primero que dijo Juan después de abrazar a su familia fue: “No ha cambiado nada, todo sigue igual”… !Cuántas veces había repetido estas palabras! ¡Cuántas veces había imaginado este momento!

Pero enseguida empezó a notar algunos cambios: Ana ya no era la niña inocente de dos años atrás, ahora una ligera sombra manchaba sus párpados y los labios tenían un brillo ciertamente artificial; Pedro, en cambio, se había oscurecido y en su rostro aparecía la sombra de una barba aún sin desarrollar pero ya inexorable.

Juan miró a su madre. Todavía era la misma mujer bella y fuerte que recordaba. Su pelo seguía siendo negro y largo, su boca grande reía como siempre y sus manos lo acariciaban con la misma ternura que había echado de menos durante tanto tiempo…Pero algo había cambiado en sus ojos, su mirada ya no era alegre y despreocupada, ahora tenía una sombra de miedo que él no había visto nunca, una sombra ligera pero oscura que lo cambiaba todo.

Su padre llegó como siempre a las dos y media. Los dos se abrazaron con el afecto y la timidez que siempre hubo entre ellos, pero Juan descubrió un nuevo malestar, una nueva barrera hecha quizás de vergüenza, quizás de un involuntario rechazo.

A estas transformaciones se añadieron otras, más sutiles pero no menos penosas; las costumbres eran las mismas, pero Juan las encontraba falsas, teatrales, como si su familia representase unos papeles establecidos con la intención de mantenerlo en esa casa, en aquel mundo que había sido el escenario de todos sus pensamientos y de sus sueños, en aquellas habitaciones que había recorrido cada día de aquellos dos años de inmovilidad, de casi muerte.

Pero ahora el pan ya no sabía igual (su madre le dijo que la panadería había cerrado hacía cinco meses), Pedro escuchaba una música estridente que llenaba el aire y lo volvía extraño y duro, algunos muebles habían sido cambiados de sitio y él ya no podía moverse entre ellos con los ojos cerrados, como hacía para sentirse mejor cuando se desesperaba en su pequeña habitación blanca y vacía como una caja que él había llenado de las miradas, de los sabores, de los olores de las voces; de todo lo que lo había mantenido vivo y sano.

Estaba perdido, triste, cansado; sentía que estaba en un sitio que ya no era el suyo, que su familia le resultaba desconocida, pero sobre todo que durante aquellos dos largos, eternos, terribles y dulces años, había vivido en una mentira, una mentira que ahora era la única verdad, el único lugar donde quería vivir.

Cuando se echó en la cama, ya sabía que el olor de las sábanas no sería el que él recordaba, esperaba ya aquel olor agrio y húmedo y sabía sobre todo que quería volver a su verdadero mundo.

Se levantó de madrugada, escribió algunas palabras para su madre y salió.

Como de costumbre, miró a la derecha para cruzar la calzada pero no vio un coche que llegaba por la izquierda. Cuando cayó sobre el pavimento ya estaba muerto.

Solamente un mes antes habían cambiado el sentido de la marcha.

Tutto è come prima

Este cuento lo escribí como un ejercicio para mi clase de italiano (lo pongo para presumir de mi italiano) la traducción al español, en la próxima entrada)

La prima cosa che Giovanni disse dopo aver abbracciato la sua famigia fu: “Niente è cambiato, tutto é come prima”...Quante volte aveva ripetuto queste parole! Quante volte aveva immaginato questo momento!
Ma di seguito cominció a rendersi conto di alcuni cambiamenti: Anna non era piú l’innocente bambina di due anni fa, adesso una leggera ombra macchiava le sue palpebre e le labbra avevano un fulgore certamente artificiale. Pietro invece si era scurito, nella sua faccia apparivano le ombre di una barba ancora non sviluppata ma inesorabile.
Giovanni guardò la mamma.Era ancora la stessa donna bella e forte che ricordava. I suio capelli continuavano ad essere neri e lunghi, la bocca grande rideva come sempre e le sue mani lo accarezzavano con la stessa tenerezza che gli era mancata per tanto tempo...Ma nei suoi occhi qualcosa era cambiata: il suo sguardo non era più allegro e spensierato, ora c’èra un’ ombra di paura che Giovanni non aveva mai visto, un’ombra leggera ma buia che cambiava tutto.
Il padre arrivó come di solito alle due e mezza.I due si abracciarono con l’affetto e la timidezza che c’era sempre stata tra di loro, ma Giovanni scoprì un nuovo imbarazzo, una nuova barriera forse fatta di vergogna, forse di involontario rifiuto.
A tutte queste transformazioni si aggiunsero altre, più sottili ma non meno penose; le abitudini erano le stesse, ma Giovanni le trovava finte, teatrali, come se la sua famiglia giocasse un ruolo stabilito con lo scopo di trattenerlo in quella casa, in quel mondo che era stato lo scenario di tutti i suoi pensieri, dei suoi sogni, in quelle stanze che aveva percorso ogni giorno in quei due anni d’immobilitá, di quasi morte.
 Ma adesso il pane non aveva il sapore di prima ( la mamma gli disse che il panificio era chiuso da cinque mesi), Pietro ascoltava una musica stridente che riempiva l’aria e la faceva diventare strana  e dura, certi mobili erano stati mossi e lui già non poteva muoversi a occhi chiusi, come faceva per sentirsi meglio quando era disperato nella sua piccola stanza vuota e bianca, come una scatola, che lui aveva riempito degli sguardi, dei sapori, degli odori, delle voci; di tutto quello que l’aveva mantenuto vivo e sano.
Era perduto, triste, stanco, sentiva che stava in un luogo que non era ormai suo, che i suoi gli erano sconosciuti, ma soprattutto che per quei due lunghi, eterni, terribili e dolci anni, aveva visuto una  bugia, una bugia che adesso era la sola veritá, l’unico posto dove voleva vivere.
Quando si distesse nel letto Giovanni sapeva che  l’odore delle lenzuola non sarebbe stato quello che ricordava, sperava giá quell’odore agro ed umido, e sapeva soltanto que voleva tornare al suo mondo vero.
Al alba si alzò, scrisse qualche parola per la mamma e uscì. Come di solito guardò a destra per attraversare la strada, ma non vide una macchina che arrivava dalla sinistra. Cuando cadde sul pavimento era già morto. Soltanto un mese prima era stato cambiato il senso di marcia in quella strada.

                                                                                            

domingo, 2 de enero de 2011

Historia de un hombre que se fue


Él se marcho en busca de una vida mejor, ella no supo cómo pedirle que se quedara.
Antes de irse, él le dijo que escribiría, que le mandaría dinero, que volvería. Ella se quedó sola en aquel pueblo, con sus siete hijos y con una esperanza demasiado pequeña.
El viaje fue muy largo, muy triste. Cuando bajó del barco y vio aquel mundo nuevo, él supo que nunca volvería atrás.
Ella no sabía leer, tampoco hubo nada que leer. No llegó dinero y ella alimentó a sus hijos con su trabajo, con su miedo, con su soledad.
Después de cinco años él encontró otra mujer, tuvo otros hijos, construyó otra casa y otros sueños.
Después de cinco años, ella se vistió de luto, olvidó las promesas, enterró la esperanza y borró aquel nombre de su boca.
Él nunca volvió y nadie quiso recordarlo.
Nadie, nunca, me habló de mi abuelo. Ésta es solo una historia inventada.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Todo un hombre

Trepé al castaño y observé sin pestañear,  ellos estaban tumbados en un pequeño claro al que yo iba a menudo para sentirme solo y libre. Estaban muy juntos  y  reían como mi hermana y yo cuando poníamos en marcha alguna travesura; mientras él la acariciaba por debajo de la camiseta, ella jugueteaba con su pelo rizado de una manera que yo conocía bien. Algo me obligó a volver a casa sin ver como acababa todo aquello.
Aquella noche, al darme las buenas noches, ella me revolvió los rizos.
 Me sentí  todo un hombre.